domingo, 22 de abril de 2012

Benedicto XVI en Auschwitz


Benedicto XVI en Auschwitz


   
      Era impresionante ver a Benedicto XVI entrar en solitario en el campo de concentración, avanzar solo, seguido, muchos metros más atrás, por cardenales, obispos, y por el grupo.  Solo, como si tuviera que hacer frente a un enemigo, y los demás, temerosos, se quedaran rezagados. Jesús hacia el Getsemaní, aquella noche.
    Así cruzó la patética placa que preside la entrada al campo de concentración y exterminio nazi de Auschwitz en la que puede leerse en alemán la frase 'Arbeit Macht Frei' (El trabajo os hace libres).  Esto lo hizo el representante de aquel que dice: "y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres." (Jn 8:32)


         Solo. Benedicto XVI avanzaba, con sus pasitos frecuentes y rápidos, hacia el lugar-símbolo del Mal, por tercer vez: había estado ya en Auschwitz en 1979 con Juan Pablo II, y luego el año siguiente con los obispos alemanes.  Se puede decir que se movía conociendo bien aquel camino. Una ristra de imágenes se fijan en la memoria: la oración frente al muro de la muerte, el viento quitándole el birrete, la señal de la cruz; las lágrimas de una superviviente, el rostro tenso del Pontífice mientras sube el lamento del Kaddish, la oración por los muertos ante el monumento con las 22 lápidas, el mismo número de letras del alefato con las que se puede representar el símbolo del Holocausto y que recuerdan a todas las víctimas de los campos de Auschwitz-Birkenau.  Justo al rezar sobre la penúltima lápida apareció  el arco iris a sus espaldas, una señal que rubrica su visita, en un cielo preñado de nubes y tempestad.

  
         Las palabras de Benedicto XVI:  «Tomar la palabra en este lugar de horror, de acumulación de crímenes contra Dios y contra el hombre que no tiene parangón en la historia, es casi imposible; y es particularmente difícil y deprimente para un cristiano, para un Papa que proviene de Alemania. En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto? Con esta actitud de silencio nos inclinamos profundamente en nuestro interior ante las innumerables personas que aquí sufrieron y murieron. Sin embargo, este silencio se transforma en petición de perdón y reconciliación, hecha en voz alta, un grito al Dios vivo para que no vuelva a permitir jamás algo semejante». Joseph Ratzinger, como «hijo del pueblo alemán», dijo de sí mismo: «No podía por menos de venir aquí. Debía venir».


            Demasiado denso y rico fue su discurso para tratar de resumirlo: Pero hay un pasaje que quizá establece un momento especial en las relaciones entre judíos y católicos, y que sin duda da una idea especial de cómo entiende el papa Ratzinger la historia y el papel del pueblo judío. «En el fondo, con la aniquilación de este pueblo, esos criminales violentos querían matar a aquel Dios que llamó a Abraham, que hablando en el Sinaí estableció los criterios para orientar a la humanidad, criterios que son válidos para siempre.


      Si este pueblo, simplemente con su existencia, constituye un testimonio de ese Dios que ha hablado al hombre y cuida de él, entonces ese Dios finalmente debía morir, para que el dominio perteneciera sólo al hombre, a ellos mismos, que se consideraban los fuertes que habían sabido apoderarse del mundo. En realidad, con la destrucción de Israel, con la Shoah, querían en último término arrancar también la raíz en la que se basa la fe cristiana, sustituyéndola definitivamente con la fe hecha por sí misma, la fe en el dominio del hombre, del fuerte». "Sí -concluyó el Papa-, tras estas lápidas se esconde el destino de innumerables seres humanos que sacuden nuestra memoria y nuestro corazón. No quieren provocar nuestro odio: al contrario nos demuestran lo terrible que es la acción del odio. Quieren llevar a la razón a reconocer el mal como mal y a rechazarlo; quieren suscitar en nosotros el valor del bien, de la resistencia contra el mal. Quieren llevarnos a los sentimientos que se manifiestan en las palabras que Sófocles pone en los labios de Antígona frente al horror que la circunda: "Estoy aquí no para odiar junto a ti sino para amar junto a ti"


     Escuchando las palabras de Benedicto XVI se tiene la impresión de que las alusiones al exterminio de esos clasificados como “lebensunwertes Leben”, los que tienen una vida indigna de ser vivida, son mucho más actuales de lo que pensamos, y no se refieren solo a la evidente y brutal infamia de hace sesenta años, sino que hablan al Occidente del aborto y de la eutanasia.